Aquella noche el gato también estaba sentado junto a mí en la habitación. Si, igual que en la última vez; sí, colocando nuevamente su par de zafiros de fuego en una actitud de sigilo e intriga. Sí, con la misma calma, igual sin decir nada porque, ¿qué podría decir si no un simple miau? Sin embargo, yo sentía que me juzgaba, sí me juzgaba con sus ojos de cazador; y sospechaba, sí, lo sospechaba, porque siempre me había visto como un escualo endeble, enfermo, atrapado en esta celda de escombros, mi estanque de lágrimas de tristeza, arropado de la injuria y la desesperación; ¡y él lo sabía! Por eso, ¡por eso me miraba! Otra vez con la misma calma, sólo despidiendo un centello fulminante, dos llamas cautelosas y pacientes. Y yo le dije, sí, igual que la última vez —¿qué esperas? Ven a devorarme —. Pero él, sin siquiera erizar un sólo pelo, sin asomar la cuchilla de sus garras, apenas dejando ver esos colmillos como alfileres, sólo se relamía los bigotes y me miraba. La primera vez yo no lo suponía. Equivocaba sus intenciones con un dejo de solidaridad o consuelo. Pero luego, adiviné entre el silencio de sus fauces, el verdadero motivo de su espera, descubriendo la obstinación de un cazador carroñero. Y yo le dije entre lágrimas —¿En qué puedo servirte? ¿Qué necesitas de mí? ¿Qué quieres para dejarme solo en este mi estanque de lágrimas? —Pero el gato no me respondía. No le daba la gana. No emitía ningún gesto, ni se preocupaba en desviar ese mirar penetrante. Y yo, en mi pecera triste, volví a sollozar, sí, otra vez a sollozar, mientras mi mano temblaba, sí como la última vez, y el gato me miraba y yo me decía: si este gato hoy por fin me mata, si se decide a lanzarse contra mí, ni quien se entere. Ni quien repare en mi cadáver atravesado por sus fauces y devorado hasta los huesos, ni quién llore, ni quién se pregunte ¿por qué a él siendo tan joven? Porque, al final, sólo soy un pobre diablo, y el mundo me quedó vedado en el último momento antes de aquella noche cuando el gato se apareció junto a mí por primera vez, atravesando con su mirada mi voluntad. A nadie le importaría, ¿ven? Y ese gato lo sabía. Y yo sentía cómo en su vacuo silencio me lo decía: eres mi presa, eres mío, tan mío como esta habitación ¡Pero esta habitación es mía, señores! ¡Este era el único sitio seguro que me quedaba en este mundo! Y ahora es interrumpido por este gato y esta indecisión trabada en la tristeza, este silencio, y su mirada puesta desde muy cerca, con esos ojos de sospecha, tan paciente, clavándose en el traqueteo de mi voluntad, entre los dos dedos sobre la cuerda, esperando, sobrio y sin apuro, el momento de la explosión.
Autor: Lucas Gress
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